Por qué los mejores dejan de apostar

Creía que la apuesta era un duelo entre el destino y la intuición —el rugido del dragón, el gruñido del tigre— envuelto en salas digitales de azar brillante. Luego analicé los registros: cada partida estaba codificada en aleatoriedad certificada por RNG, no en suerte. Las probabilidades: 48,6% para dragón, 9,7% para empate. No es magia. No es divino. Solo matemáticas. Vi a jugadores perseguir bonos como niños tras fuegos artificiales —ciegos ante la variación, adictos a ‘un giro más’. No veían que cada victoria se precedía por diez fracasos. El sistema no recompensa la pasión; recompensa la precisión. Dejé de apostar cuando entendí: nadie gana porque intenta más. Ganas porque dejaste de intentar ganar. Los mejores abandonan no por desesperación, sino por claridad. No necesitas más giros. Necesitas menos ilusiones.